Nueve negocios que se instalaron cuando todo empezó

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Una vez que el Banco Ecuatoriano de la Vivienda (BEV) entregó las casas de La Atarazana a los propietarios -el 9 de octubre de 1966- la llegada de estos fue paulatina.

De la misma manera, poco a poco, se fueron montando varios negocios que ayudaron a los vecinos, a satisfacer algunas necesidades.

El profesor Oswaldo Yerovi (84), residente de la manzana I y uno de los fundadores de la urbanización, recuerda estos hechos como si hubiesen sucedido ayer.

Este chimboracense de nacimiento manifiesta que a su arribo solo había dos moradores más en el sector: el señor Raúl Cobos, en la manzana G, y el señor Enrique Ponce, en la manzana D.

Es precisamente este último quien puso el primer local comercial de La Atarazana: uno de venta de sánduches de chancho.

“De repente comenzaron a llegar más familias y a Enrique, que era comerciante de cárnicos, se le ocurrió poner el negocio. Fue un éxito rotundo. Las personas formaban largas columnas para degustar un emparedado de cerdo al horno”, expresa.

Don Oswaldo no duda en manifestar que esos bocadillos eran deliciosos y de buen tamaño. Como para satisfacer -sostiene- al paladar más exigente de esa época y del naciente barrio.

La sanduchería, según Yerovi, se convirtió en el punto de encuentro de amigos, que se quedaban charlando un rato más en esa esquina (hoy diagonal al parque de La Concordia).

Otro establecimiento que se fundó con La Atarazana es la despensa Olguita, ubicada en la manzana P y de propiedad de la familia Matamoros.

“Su dueña empezó vendiendo desde una ventana. Hasta allí llegaron los vecinos para comprar los víveres. Como le fue bien, rápidamente puso una puerta y los clientes ya podían entrar para escoger lo que necesitaban”.

Esta despensa se mantiene operativa hasta hoy, en el mismo sitio, al pie de la avenida Nicasio Safadi.

En la manzana F, la familia Luzuriaga emprendió en un establecimiento para la venta de medicinas. Su local se llamó droguería Atarazana.

El profesor Yerovi recuerda el trato amable y cortés que dispensaba don Jaime, como se identificaba a su propietario.

A unos 60 metros de esa farmacia, en la manzana E, la familia Martillo puso una tienda-bazar que se denominaba Rafaelito.

“Hugo era mi amigo. Fuimos fundadores del Centro de Mejoras Atarazana. Él junto a su esposa atendieron por años el establecimiento”.

El Rafaelito fue el sitio donde se reunían los jóvenes, que años después formaron el club social y deportivo: Juventud Valiosa.

Más bazares

Los bazares Joe (familia Abad) y Marilú (familia Ramírez), en las manzanas I y la P, respectivamente, se convirtieron en las otras opciones que tuvieron los vecinos fundadores, para comprar regalos, útiles escolares y similares.

“Estos negocios fueron de mucha utilidad, para adquirir ciertos implementos educativos de última hora. En mi caso, yo me abastecía en el centro de la urbe y los traía a bordo de una moto Vespa que tuve por esos años”, afirma.

En el Joe se expendían los cromos de todos los álbumes infantiles de esos años.

Así mismo, era posible adquirir el legendario dulce llamado Límber y otros caramelos tradicionales del Guayaquil de antaño.

Trompos, yoyos, perinolas, papel cometa, canicas de diversos tamaños y colores, pequeños muñecos de plástico y más, ofertó durante muchos años, la familia Abad.

Cruzando la avenida Nicasio Safadi, en la esquina de la manzana N -donde funciona hoy una carnicería- estuvo la fuente de soda Downtown.

Los aplanchados, los jugos, las colas y otros aperitivos eran comercializados en este lugar. Este fue otro punto, que a inicios de los 70, atrajo a muchos jóvenes, para establecer lazos de amistad.

Cerca de esta sanduchería, en la manzana N, la familia Litardo fundó una farmacia que se identificó con el nombre de María Eugenia. Estaba prácticamente al frente del bazar Marilú.

Todos los moradores de ese sector, en los alrededores del colegio Pino Ycaza, se abastecían de medicinas en esa botica.

Negocios Industriales Real S.A. (Nirsa), empresa fabricante de atunes y sardinas en latas, también llegó en los primeros años de La Atarazana. Incluso, los vecinos percibían el aroma del pescado en el ambiente.

En esa época era una bodega para sus productos, pero ahora solo funcionan las oficinas administrativas de esta planta perteneciente al empresario de origen español, Roberto Aguirre.

La picantería Rosita y la carretilla de hamburguesas

En este artículo no se puede obviar a dos sitios más: la picantería Rosita (manzana J) y a la carretilla de hamburguesas, hot dogs y papas rellenas que se instalaba -solo en las noches- en el parterre central donde se unen las avenidas Nicasio Safadi y Atahualpa Chávez (a pocos metros de la piedra verde).

En el primero de estos, vecinos y ciudadanos de otros lugares del Puerto Principal llegaban a comer fritada y otros platos típicos. Durante los días de la Semana Santa aquí vendían fanesca.

Los colegiales, en cambio, se acercaban a comprar porciones de maduro frito.

En su interior existía una rocola o sinfonola, un aparato que permitía a los consumidores de cerveza escuchar la música de su gusto, introduciendo monedas en una ranura.

La carretilla de hamburguesas, también fue un imán para atraer a personas de distintos sectores hasta la ciudadela.

La Empresa Nacional de Productos Vitales (Enprovit) instaló uno de sus supermercados, en la planta de baja de uno de los bloques que están en la avenida Carlos Luis Plaza Dañín. Muchos vecinos se abastecían de alimentos a precios más bajos. Esto se dio a inicios de los 70.

El joven maestro

Desde la fría parroquia Tixán, perteneciente al cantón Alausí, llegó hasta Guayaquil: Oswaldo Enrique Yerovi.

Se educó en su tierra natal hasta el tercer grado y posteriormente en Quito, a donde viajó en compañía de su madre, Lucila.

A los 18 años obtuvo su título de maestro normalista en el colegio Juan Montalvo.

De inmediato no ejerció la cátedra, pues tuvo un paso por Nabón, en la provincia del Azuay, donde laboró como administrador de una hacienda, de propiedad de la señora María Valdivieso de Carrasco.

Un 19 de marzo, el joven Oswaldo viaja hasta Otavalo para participar de una reunión familiar. Aquí se encuentra con varios parientes, entre ellos su prima Yolanda y su tío Vicente, quienes residían en Guayaquil.

Al calor de las conversaciones, ambos le sugieren que se traslade hasta el Puerto Principal, donde encontraría mejores opciones para trabajar.

Yerovi acepta el consejo de sus seres queridos y se enrumba hacia la Perla del Pacífico.

No pasó mucho tiempo y el novel profesor normalista se integra -en 1958- a la escuela Hermano Miguel, que se ubicaba en las calles Boyacá y Luis Urdaneta.

“Para mí fue un desafío. Me daba cierta tranquilidad de saber que contaba con el apoyo de mi tío Vicente y mis primos. Además, forjé una buena relación con el hermano Hilario, quien era el director del plantel”.

En los meses de vacaciones, este chimboracense de cepa, comenzó a dar clases particulares a estudiantes que residían en el Barrio del Centenario, al sur de la urbe.

Hasta 1972 colaboró como educador en el colegio religioso, que era gratuito y regentado por la Señoras de la Beneficencia.

Los hermanos cristianos dejaron el plantel y lo asumen unos franceses. El nombre cambió y pasó a llamarse Baltazara Calderón. Además, que la sede se trasladó a otro sector de la ciudad.

A la escuela de la Armada

Cierto día, tres suboficiales de la Armada Nacional se le presentaron y le preguntaron: “¿qué hace por las tardes?”, a lo que Yerovi les respondió que tenía varias ocupaciones.

Los uniformados le manifestaron que el comandante Napoleón Cabezas Montalvo, director de Bienestar Social de la institución militar, desea tener una reunión con él.

“Acudí y me pidió que lleve a 6 profesores de la Baltazara Calderón, para que demos clases en la escuela de la Armada Nacional en la jornada de la tarde. Además, yo iba ser el director vespertino”.

En esa época, el salario que recibía el tixaneño era de 480 sucres. Eso le permitía darse algunos gustos, así como arrendar un departamento en la avenida 9 de octubre y García Avilés.

Por 4 años fue el rector de la tarde y luego asumió el rectorado de todo el plantel, tras el deceso de su colega y amigo, Eduardo Salmon, quien era el director en la mañana.

Por casi 24 años permaneció en este centro educativo hasta que se jubiló.

Un tixaneño fundador

Es solo unos años antes en que Oswaldo Yerovi escucha por primera vez la palabra Atarazana. Se había reunido con su tío y con su hermano, Gilberto, quienes ya tenían sus casas propias.

Ellos le sugieren que adquiera una propiedad, para que sea algo suyo y no pague arriendo. Incluso charlaron del programa de casas que promocionaba -por esa época- el Banco Ecuatoriano de la Vivienda (BEV).

“Nos fuimos con mi hermano al banco, que en ese entonces quedaba en las calles 9 de octubre y José Mascote, para averiguar todo. Como era soltero, no podía entrar como el resto dando cuotas mensuales. Hice un depósito importante. Mi crédito fue el número 45”, rememora.

La entrada, según el educador normalista, era de 10 mil sucres aproximadamente. “Era caro para la época y además estaba lejos de todo”.

Oswaldo Yerovi cuenta todo lo que hizo hasta tener su casa propia con una precisión impresionante. No deja suelto ningún detalle. Entrevistarlo sobre los inicios de la ciudadela es como recibir una clase de historia. Es aprender con cada una de sus narraciones.

El profesor chimboracense rememora -al igual que otros moradores de La Atarazana- que uno de los principales problemas era el acceso y la falta de infraestructura.

“A los clientes nos presentaron esto como una maravilla. En lo que es hoy el colegio Campos Coello, la cancha, el parque de La Concordia, la UPC y otras edificaciones, era puro monte. Nos dijeron que ahí habría centros comerciales que nunca se construyeron”.

La primera vez que Yerovi observó lo que sería su barrio hasta hoy, lo hizo desde el cerro Santa Ana. Luego, vino a la zona cuando le iban a asignar la vivienda. Inicialmente residiría en la manzana I-1, pero no le gustó, por los cerros de tierra y la selva que había en esa zona.

Finalmente le otorgaron la casa donde aún reside en la I-2.

En 1964, Oswaldo Yerovi contrae matrimonio con Magdalena Saltos. Con ella vivió en el departamento del centro de la urbe, junto a sus dos primeras hijas: Lucila y Martha,

El grupo familiar llegó a La Atarazana en 1966.

Antes del traslado, el educador le contó al padre de su esposa -como un logro- sobre la compra de la casa. Incluso le pidió que lo felicite y le dé un abrazo.

No hubo elogios. Lo que recibió es la exclamación: “¡Hombre de Dios!, ¡Cómo vas a llevar a mi hija hasta esa selva!”.

Yerovi sonríe al recordar este episodio. Eso sí, su suegro lo visitó 6 años después de haberse instalado en la ciudadela.

“Mi esposa estaba feliz con nuestra casa. Nos la dieron con las ventanas sin rejas, una puerta sumamente frágil y el patio, prácticamente abierto, sin paredes que nos separen de los vecinos”.

Pasaron unos meses y el mismo BEV levantó unas tapias en la parte trasera de los domicilios.

La zona estuvo poco poblada en ese tiempo, pero cuando el banco redujo el valor de la entrada para acceder a la morada, se produjo un aluvión de pobladores.

Yerovi, violando algunas ordenanzas, le hizo algunas obras complementarias a su casa, para tener más comodidad.

No se arrepiente de estar en La Atarazana. En esta ciudadela pudo criar a sus hijos y ha pasado algunos de los mejores momentos de su vida.

Por muchos años trabajó a favor de la urbanización desde el Centro de Mejoras, ya sea como su presidente o como socio.

Aún se lo ve, vestido de casi siempre de guayabera, caminando junto a su esposa por las calles de la urbanización que ama. Es, sin dudas, uno de los vecinos más respetados de la zona. (I)

Fotoilustración de Portada y videos: Atarazana Go!

Fotografías en blanco y negro: Cortesía del arquitecto Freddy Velasco

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