Pablo, el heredero del primer encebollado de La Atarazana

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Es domingo por la mañana y los farreros de la ciudadela, o aquellos que gustan de un desayuno nutritivo y sostenido, salen desde muy temprano en busca de su plato favorito.

Las opciones son múltiples. Hay para elegir entre una enorme variedad de alternativas gastronómicas que se ofertan en el barrio.

Del mismo modo, de acuerdo a los gustos, se escoge el local de su confianza, ya sea por la sazón, los precios o la atención al cliente.

En la urbanización se encuentra no menos de una decena de establecimientos y viviendas que ofrecen uno de los platos preferidos por los guayaquileños: el encebollado de pescado.

Sí, aquel que se ubica en el segundo lugar del ranking de las mejores sopas de pescado del mundo, según la página especializada Taste Atlas.

Es así que por las diferentes manzanas se puede observar establecimientos como: El Pez Amarillo, en la I; El Manaba del Tribunal, en la G; Mar y Sabor, en la P; Donde Nino, en los bajos del bloque 3, entre otros.

Del mismo modo, existen moradores que desde hace algunos años preparan el delicioso encebollado, para ofertarlo a los clientes en sus domicilios durante los fines de semana.

Picantería Doña Patty, en la H, de la residente Patricia Molina; o Encebollados D’ Don Mauro, en la I, de los esposos Mauro Borja y Jenny Meregildo, son algunos de esos ejemplos.

En la villa 37 de la manzana O-2 también hay una casa en la que esta popular sopa se comercializa hace aproximadamente 45 años.

Esta es la morada de Pablo Molina Herrera, de 56 años. Él es hijo de don Walter Molina y de Hilda Herrera (ambos fallecidos), quienes fueron los primeros en vender encebollado desde los inicios de La Atarazana.

Esa versión no solo la proporciona Pablo, sino que también la ratificaron varios vecinos fundadores de la ciudadela, al ser consultados por Atarazana Go!

 Esposos emprendedores

En 1967, un año después de la entrega oficial de las viviendas de La Atarazana, llegó la familia Molina-Herrera.

Don Walter fue un hombre apasionado por el comercio, pero desde siempre se sintió atraído por la cocina. Su esposa, con quien procreó cuatro hijos, fundó un bazar que se llamaba Daulina, en donde se ofertaba un sinnúmero de artículos. Este local, posteriormente, se convirtió en un restaurante.

El caldo de pata, el seco de chivo, la guatita y el arroz con menestra, con la respectiva carne o chuleta asadas, eran los principales platos de la carta.

Los vecinos de esa época inmediatamente se encantaron con la sazón, sin embargo, los esposos Molina iban a dar otros pasos.

“Fue por iniciativa de mis padres el empezar con la preparación del encebollado. En la Bahía se vendía uno que era preparado por unos manabitas, y ellos vieron lo bien que iba ese negocio”.

De inmediato, de acuerdo a Pablo, planificaron juntos la elaboración.

Pero, ¿cuál es el origen de la sazón del encebollado de los Molina?

En el plato que cocinaron estos atarazaneños se combinan tres raíces gastronómicas: de Jujan, por doña Hilda; de Guayaquil, por don Walter; y de Esmeraldas, por doña Sofía Klínger, tía de Pablo, quien colaboró en los momentos que se definía la receta familiar y sus ingredientes.

“Pegó desde el inicio. Venía mucha gente. Teníamos a personas esperando afuera de la casa desde las 07:00 y en una hora se terminaba”, rememora el heredero del negocio.

Molina Herrera expresa que en esa época el encebollado se comercializaba en vasos de vidrio de dos tamaños, según el pedido de los clientes.

Inicialmente las ventas eran solo los fines de semana, pero debido a la alta demanda decidieron hacerlo a diario.

 Las compras y la preparación

Al inicio, todos los productos para la elaboración de la tradicional sopa los compraban en dos lugares: el Mercado Sur (actual Palacio de Cristal) y en el mercado de la Pedro Pablo Gómez (hoy mercado de artesanías).

En el primero de estos se abastecían del pescado fresco que llegaba en las noches, y en el otro, de la yuca, el cilantro, la cebolla, el limón y similares.

Desde las 03:00 los esposos iniciaban la preparación, la cual se prolongaba por un lapso aproximado de tres horas.

Por esos años, La Atarazana aún tenía calles y veredas de tierra. Todo era monte en los alrededores y era escaso el servicio de transporte público.

Los esposos Molina-Herrera procrearon cuatro hijos (dos varones y dos mujeres), de los cuales Pablo es quien heredó el arte de preparar su encebollado.

Actualmente solo lo comercializa los fines de semana, en el mismo sitio donde empezó todo.

A medida que los clientes llegan a su domicilio les despacha para servirse o llevar en tarrinas descartables, pero también recepta pedidos a través de WhatsApp.

A partir de las 08:00 arriban los comensales. Cuando el reloj marca cerca de las 10:00, las ollas están vacías. Decenas de personas disfrutaron el apetecido plato, preparado con el sabor y la sazón característicos de cuando se inició su venta en La Atarazana.

Hay familias fieles del sector, como los Lalama o los Jaramillo, quienes tienen décadas degustando la comida.

“Quienes nos conocen manifiestan que nuestro encebollado es liviano. No tiene muchos condimentos. Uno de los secretos de nuestra receta son las hierbas que usamos. Eso le da mucho sabor”.

La familia Mazzinni, en la misma zona, también incursionó por un tiempo en el comercio de este célebre plato. Sin embargo, no fue por un periodo sostenido.

 Otros vendedores famosos

Hay moradores del sector que recuerdan al Viejo Lucho, un ciudadano que ofertaba el encebollado en balde y lo vendía por los sectores donde transitaba.

Otro personaje inolvidable es Miguelón, como se conocía a un señor de la ciudadela FAE, quien por décadas fue el preferido de los residentes de La Atarazana y de sectores aledaños.

Este caballero jamás vendió pan para acompañar la sopa. Siempre lo sirvió con galletas de sal, a las cuales bautizó como “baldosas”.

Luego, tras los insistentes pedidos de los clientes, comenzó a ofrecer chifles.

Pandemia y nostalgia familiar

Los meses en que apareció el covid-19, con las consecuentes restricciones, fueron nefastos para el negocio de Pablo Molina.

Hasta ahora logra recuperar a toda su clientela.

Las ventas cayeron al 50% y solo podía abastecerse de las materias primas de vez en cuando.

“Fueron momentos muy duros porque no había para cocinar y tampoco vender debido al toque de queda. Lo poco que hacía se repartía entre un grupo pequeño de personas”.

La emergencia se superó con el paso de los días y de a poco han ido apareciendo sus principales comensales.

Como una manera de darle valor agregado a su oferta gastronómica, incursionó en la venta de cangrejos, entre jueves y viernes.

Los hace bajo pedido a clientes y conocidos que le solicitan con anticipación. También ha cosechado muy buenos comentarios de su preparación.

Pero no todo es negocio, pues por la mente y el corazón de Pablo también hay momentos de nostalgia. Él siempre recuerda a su madre.

Un cuadro con la imagen de doña Hilda está visible para todos quienes entran a la casa a comer. Es como si acompañara a Molina cuando cocina y comercializa el encebollado, el mismo plato que ella vendió por primera vez en La Atarazana.

“Al momento, nadie en la familia sabe la receta original. Mientras esté en la casa de mis padres seguiré con esta tradición. Quizás en algún momento me toque enseñarle a uno de mis allegados la preparación”.

Molina es amable y cordial en el trato con sus clientes y amigos. Seguramente aquello también lo heredó de sus padres.

Las mañanas de los fines de semana este modesto atarazaneño se convierte en el personaje más solicitado por quienes desean comer bien o sacar el chuchaqui con su encebollado caliente. Eso sí, hay que ir temprano, de lo contrario, será en otra oportunidad. (I)

 Portada, videos y fotografías: Atarazana Go!

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