Son las 14:00 y el calor de esta época agobia a todos en Guayaquil. Los porteños apelan a diferentes alternativas para mantenerse frescos bajo la sombra de un árbol o un techado y también para estar hidratados.
En las calles de La Atarazana la alta temperatura causa estragos entre los transeúntes y los vecinos.
La venta de agua, colas y otras bebidas bien frías crece en las distintas despensas del sector.
Asimismo, en diferentes horarios del día, los comerciantes de agua de coco -a bordo de vetustas camionetas- ofrecen este refrescante líquido natural.
Cerca de las 14:30 un afroecuatoriano delgado y de mediana estatura empieza a recorrer por las veredas, calles y los callejones de la urbanización.
“Helados, helados”, “Llevo de coco, leche, ron pasas”… son dos de las frases que regularmente pronuncia, mientras lleva sobre sus hombros una hielera mediana de espumafón.
Su nombre es Diego Mina (46) y nació en San Lorenzo, provincia de Esmeraldas. Él tiene cerca de 24 años comercializando helados de casi una decena de sabores en La Atarazana.
Antes también ofrecía estos postres fríos en la FAE, pero debido a la escasez de clientes decidió quedarse en la urbanización citada en el párrafo anterior.
Acá tiene buenos compradores todos los días, en las canchas de vóley ubicadas afuera de la Asociación de Propietarios de La Atarazana (APA), y en el Centro de Mejoras Atarazana (CMA), que se encuentra frente a la manzana D-5. En este último lugar, especialmente, los días que se organizan bingos.
A Mina le perjudicó en sus ventas el cierre de muchas peatonales -por razones de seguridad- con portones metálicos. Ello le impide llegar a clientes que antes le hacían el gasto en sus helados.
Trabajador desde su niñez
Diego es un hombre sencillo y amiguero en el barrio. A veces ríe y en otras ocasiones no lo hace.
Cuando atiende a sus clientes es amable y educado.
Mina llegó al Puerto Principal hace aproximadamente unos 37 años. Forma parte de una familia compuesta por siete hermanos y sus padres (+). Dos de ellos también trabajan en La Atarazana ofertando bollos de pescado.
Sus actividades laborales iniciaron cuando apenas era un niño y se trasladó con sus allegados al sur de la Perla del Pacífico.
“Junto a mis hermanos cogíamos mejillones y jaibas en un estero ubicado en esa zona de la urbe. Nuestros padres se encargaban de las ventas. Antes de venir a la ciudad -en Esmeraldas- atrapábamos cangrejos azules y conchas”, expresa.
Durante casi una década, Diego estuvo en el comercio de crustáceos, en las inmediaciones de la estación de la línea 42, en la ciudadela Los Esteros.
Al cumplir los 19 años se marchó junto a su padre para trabajar en una camaronera que se ubicaba en la vía a Progreso.
“El viaje era primero en bus y luego abordábamos una lancha. El trayecto era de una hora y media en el agua”.
Por un período aproximado a los 3 años anduvo por esa zona, sin embargo, el oficio no era fácil y estaba distante de sus seres queridos. Es entonces cuando opta por volver a Guayaquil y preparar bollos para venderlos en la Alborada y en Sauces 8. Tampoco duró mucho tiempo en eso, no porque le incomode esa labor, sino debido a que muchos locales cerraron y no había personas a quienes ofrecerles este plato típico de la gastronomía costeña.
El hombre de los helados
Diego necesitaba ser productivo. Desde niño aprendió a trabajar y esa vocación no la iba a perder de un momento a otro y por eso decide probar suerte con otro producto: el helado.
Mina no tenía mayores referencias sobre el consumo de este postre, los sabores favoritos de los guayaquileños ni cuál podría ser el precio. Lo cierto es que se aventuró y los primeros helados que vendió fueron a clientes que vivían por las inmediaciones del antiguo cuartel de la Policía Metropolitana.
Su condición de amiguero lo llevó a conversar con otros comerciantes autónomos y uno de ellos le sugiere que lleve los helados a La Atarazana.
“No lo dudé ni por un momento. Además, tenía referencias de que se trataba de un sector tranquilo, sin muchos problemas de inseguridad”.
Y de esa manera es que vino este esmeraldeño de cepa a la urbanización. Ya han pasado entre 23 y 24 años desde la primera vez que pisó las calles y las veredas de la ciudadela.
Primero empezó con un proveedor cuyos helados eran más pequeños y venían en los tradicionales moldes de aluminio.
Luego prefirió trabajar con otro que le entrega los postres en vasos plásticos. El tamaño es más grande, los vende en $ 0,50 y tiene la opción de devolver aquellos que no pudo comercializar.
Mina revela que el helado favorito de los atarazaneños es el de michelada. Otros optan por el de coco-mora.
“Diariamente traigo 130 unidades, pero los fines de semana son 150 o 180. El sábado y el domingo son los mejores días para mis ventas”.
Diego añade que hasta el momento no se le han presentado molestias en la espalda por cargar todos los días la hielera que pesa unas 20 a 25 libras.
Sin embargo, desde hace algunos días pasa por su mente la posibilidad de comprar una bicicleta. Es más ya tiene un preacuerdo con un vecino de La Atarazana.
“Si la adquiero voy a tener más facilidades para desplazarme por las calles. Incluso, puedo ampliar el recorrido”.
Diego retira los helados en la Isla Trinitaria. Cada día sale a las 12:00 desde su hogar en el sector conocido como La Ladrillera, y tras un viaje de aproximadamente una hora y cuarenta minutos llega a las calles atarazaneñas.
Regularmente trabaja en el barrio hasta las 18:00 y si le sobraron pocas unidades se las lleva hasta su casa, de no ser así regresa a la Isla Trinitaria para devolverlos.
“No me imaginé que iban a pasar tantos años trabajando aquí. Con mi labor he podido pagar la educación de mis hijas”.
Hogareño y activo
Diego Mina tiene a su esposa que trabaja en la limpieza de domicilios y con quien ha procreado tres hijas: Verónica (18), Jannifer (17) y Scarly (14).
Antes vivía en el Guasmo, pero adquirió un terreno en La Ladrillera y construyó su casita.
Se levanta muy temprano para ayudar en la atención a sus chicas. A una de ellas la deja en la Martha de Roldós donde está el colegio y luego se regresa hasta su morada para dejarles preparado el almuerzo para todas.
La mayor ya es universitaria y la intermedia está a punto de graduarse.
Una vez que la comida está lista avanza hacia la Isla Trinitaria en búsqueda de los postres que lo acompañan día a día y que le permiten tener sus ingresos.
Reconoce que tiene buenos clientes, algunos que le compran hasta 7 helados en un solo gasto. Esas mismas personas le han regalado ropa y otros artículos que le son útiles para su familia.
A casa llega entre las 19:00 y 20:00. Aquí se toma su tiempo para charlar y compartir con su esposa y sus hijas.
En diciembre hace un alto a sus labores en La Atarazana, pero no como vacaciones, más bien se marcha por unos días a los exteriores del Albán Borja. A esta zona lleva bollos para vendérselos a los comerciantes de monigotes. El negocio es bueno.
Los primeros días de enero regresa a las bulliciosas calles y veredas de la ciudadela. Sus clientes son los más felices, pues nuevamente podrán degustar de la variedad de helados que trae.
Diego por ahora no ha pensado en el retiro de esta actividad. Más bien es común observarlo diariamente gritando a todo pulmón: “Helados, helados. Heladéates”… Esa es una de sus frases de guerra. Es la señal de que ya está en el barrio. Es como un llamado a los vecinos para que consuman sus gélidos productos.
Este carismático afroecuatoriano ya forma parte de la historia de la ciudadela, al igual que otros personajes que con su trabajo han puesto su nombre en un lugar especial de La Atarazana y también en el corazón de los vecinos. (I)
Portada, fotografías y videos: Miguel Castro/Atarazana Go!