“Nunca imaginé que a tan corta edad iba a ser testigo de una terrible y dolorosa tragedia en mi propio barrio. Jamás pensé que algo así podría ocurrir a pocos metros de mi casa, y en el hogar de amigos y vecinos con quienes crecí.
Pensé que ese domingo 22 iba a ser un día normal…
El calor de esa mañana era insoportable. La alta temperatura, más el fuerte sonido de un avión que sobrevolaba la ciudad me despertaron. Quizás eran cerca de las 11:40 y estaba en la indecisión de levantarme o no de la cama. Apenas había escuchado que mi padre Vicente (+) se encontraba en la sala de nuestra casa, ubicada en la manzana D-5, villa 13.
De repente, oí que se aproximaba un poderoso ruido. Era de la aeronave, pero no atinaba a entender qué pasaba. Aquello duró solo unos segundos y de allí vino el impacto. Mi cama se remeció violentamente y yo salí disparado. El piso se me movía de un lado a otro. Finalmente pude incorporarme y salí despavorido.
El vecino Aníbal León, quien en esa época tenía un taller de reparación de muebles en uno de los locales del Club Atarazana (junto al parque La Concordia), corría hacia la peatonal entre la D-3 y D-5 gritando: ‘¡Se cayó el avión!… ¡El avión cayó aquí atrás!’.
Salí descalzo, en short y sin camiseta. Juntos llegamos a la zona de desastre. Al instante se hizo presente otro vecino, Juan Carbo. Nos enfocamos en la vivienda de un amigo en común. Intentamos ingresar por la puerta del jardín, pero no lo conseguimos. Luego rompimos los vidrios de los ventanales y nos recibieron unas enormes y amenazantes lenguas de fuego.
Cuando miré hacia el interior, todo era candela. Comenzaron a arribar más vecinos. Nadie tenía muy claro lo que estaba pasando. El pánico se iba apoderando de la mayoría. Otros moradores, temiendo lo peor, se quebraron, lloraron, gritaron…
Los que estuvimos ahí no pudimos hacer nada por nuestros amigos…
Transcurridos unos 8 minutos se hicieron presentes elementos de la Fuerza Aérea Ecuatoriana (FAE). Los recuerdo por el color de su uniforme, diferente a los de la Marina o el Ejército. Ellos acordonaron el área.
Para ese momento ya íbamos entendiendo lo que sucedía y surgió un miedo peor: que se produjera un estallido mayor o que explotaran los misiles del Jaguar. Eso jamás sucedió, por cuanto las naves salen con el combustible justo para estas acrobacias y tampoco portan el armamento de combate.
Lo cierto es que muchas familias fueron evacuadas y otros salieron por su cuenta. Yo tomé la decisión de ir por mi papá y huir del lugar. El asunto es que la única forma de abandonar la zona era a bordo del vehículo de mi progenitor: un camión.
Al ser menor de edad, no tenía licencia y tampoco había conducido con frecuencia por las calles de Guayaquil en un carro pesado. No tenía claro a dónde dirigirme: o a la casa de mi tía Elvira, en Las Acacias, o a La Pradera, donde mi abuela paterna.
Nervioso por todo lo que había visto, me armé de valor y tomé rumbo al sur por la avenida Machala. Llegué al colegio Guayaquil (en la calle Gómez Rendón) y a la distancia reconocí a un vecino, amigo mío, que habitaba en una de las viviendas donde cayó el avión.
Por respeto a nuestra amistad y a la memoria de sus seres queridos, guardo la reserva de su nombre.
Se me ocurrió gritarle eufórico desde el carro para llamar su atención. Me acerqué lo más que pude y solo atiné a decirle que vaya inmediatamente a su casa porque había sucedido un accidente. De ahí en adelante, él solo me preguntaba con insistencia qué pasó.
Hoy, en retrospectiva, evoco ese momento y pienso que aún no sabría qué responderle. ¿Cómo rayos un muchacho de 17 años, que está huyendo de una tragedia de esa magnitud y manejaba sin licencia, le explica a otro que una nave de combate se metió en su casa?
Finalmente embarqué a este vecino en mi carro. Él se desplazaba en una bicicleta, así que su liviano vehículo fue a parar al cajón del camión. En el trayecto sus preguntas fueron las mismas.
‘No sé qué pasó’, le repetí muchas veces. Entonces comenzó a desesperarse. Volví lo más rápido que pude a La Atarazana. Cuando íbamos por el entonces edificio del Ministerio de Agricultura y Ganadería (avenida Quito, entre Padre Solano y Manuel Galecio), mi amigo perdió el control. Se desmoronó. Probablemente presentía la dolorosa situación que enfrentaría al llegar a donde fue su hogar. Quizá instintivamente sabía que lo esperaba algo terrible. Mientras tanto, el ensordecedor sonido de las sirenas de bomberos y rescatistas envolvía a la ciudad.
Se me permitió acceder solo hasta los bloques 13 y 14. Él se bajó allí. No lo volví a ver hasta después de muchos años. 8 o 10… no lo recuerdo. Con mi padre nos encaminamos nuevamente al sur y llegamos a La Pradera. Mi familia se hallaba destrozada por las imágenes que transmitían los canales. Pensaron que estábamos entre las víctimas.
En la noche pudimos volver a casa.
Las manzanas D-3, D-4 y D-5 eran como una zona de guerra. No solo por la destrucción, sino también por la presencia de militares. Además, no había energía eléctrica.
Millares de personas desde diferentes sectores de la ciudad llegaron a ver las consecuencias del siniestro. Nunca antes vi a tantos curiosos.
Las casas donde cayó la nave de combate fueron totalmente demolidas, con excepción de una que tuvo daños parciales. Se podía ver desde la peatonal de la D-5 hasta la calle que pasa al pie de la D-4. La remoción de escombros tardó semanas y la reconstrucción de las moradas demoró meses.
Todos nos preguntábamos qué pasó con nuestros amigos y vecinos que vivían ahí. Unos pocos volvieron. A otros nunca más los vimos. Posteriormente supimos que habían recibido indemnizaciones. Quién sabe los montos. A fin de cuentas, no hay dinero en el mundo que mitigue el dolor de perder un ser amado en esas circunstancias.
Hoy, varias familias habitan allí donde se desplomó la aeronave del capitán Eduardo Arias. Una de las viviendas está deshabitada y sus dueños la están alquilando.
La tragedia de hace 31 años seguramente ya la olvidaron algunos; para otros, en cambio, su recuerdo está latente, e inevitablemente regresa con cruel intensidad cada vez que escuchamos el estremecedor ruido de un supersónico de la FAE.
El miedo sigue allí y nunca desaparecerá. Simplemente se aprende a vivir con él. Al menos eso es lo que me ocurre a mí”. (I)
Fotografías: Reproducciones de los periódicos